"Todos necesitamos pasar por Getsemaní"
La noche estaba fría, pero más frío sentía él corriéndole por sus venas.
El cielo estaba estrellado, con alguna que otra nube que cruzaba sin prisas, pretendiendo opacar la luz de una luna que intentaba imponerse por encima de los montes de Judea.
Los olivos susurraban, como si estuvieran mascullando una advertencia, un lamento, un intento por detener lo que venía, lo que estaba a punto de suceder. Ellos lo habían visto todo. Habían sido testigos de infinitas charlas entre aquel hombre y su grupo de alumnos, seguidores y discípulos. Ellos habían escuchado sus enseñanzas, sus correcciones, sus reprensiones, pero también sus chistes, sus bromas, sus palmadas en la espalda… Ellos habían escuchado las oraciones del Maestro durante la madrugada, tantas veces… Tantas noches hablando con su Padre, mientras el resto de los mortales dormía el sueño de la ignorancia de los propósitos eternos que él había venido a cumplir. Ellos lo sabían; no eran solo árboles, eran testigos: testigos silenciosos del plan de salvación desarrollado en la mente y el corazón del Dios Creador del universo. Les había tocado estar presentes en aquel momento de la historia, servir de sombra durante las tardes calurosas y de abrigo durante las frías noches en el invierno de su Salvador. Y sabían que, aquella, no era una noche más. Lo estaban viendo sufrir, llorar, clamar, gemir. El suelo estaba siendo salpicado de gotas rojas que caían de su frente y el rostro del Maestro les estaba diciendo que su corazón de hombre no soportaba más. Ellos fueron testigos de la oración más sincera que el Jesucristo hombre pudo formular delante de la presencia del Padre: “Padre, si es posible, pasa de mí esta copa. Ahórrame el sufrimiento, evítame el sacrificio. Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya, como siempre”. Y ellos estuvieron atentos, expectantes por ver qué sucedería a partir de aquel clamor desesperado y urgente. Algunos, se atrevieron a decir que, seguramente, vendrían los ejércitos celestiales, lo recogerían en una carroza, como habían hecho con Elías, y lo llevarían lejos de allí, a su cielo, a su trono, al lugar al que pertenecía. Otros, los más crecidos, los que habían alcanzado mayor madurez y experiencia, reprendieron a los jóvenes, haciéndoles recordar que Jesús había venido a la tierra por un propósito mayor. Y juntos tuvieron que tolerar, con pesar y con pena, ver a los funcionarios entrar con palos y antorchas y violencia, viniendo a buscar al Maestro como si fuera un delincuente. Apenas podían tenerse aferrados al suelo cuando descubrieron quién los lideraba. Era Judas, uno de ellos, uno de su equipo, de su círculo íntimo, de sus aprendices. Aquello no podía estar pasando. Los mejor intencionados creyeron que, cuando Judas se acercó a darle un beso en la mejilla, como lo hacía siempre, como cada vez que se reunían para conversar en el huerto, era porque venía trayendo a ese grupo de gente para que Jesús hiciera alguno de sus milagros y les hablara del amor y la misericordia del Padre. Pero, nuevamente, los que habían alcanzado mayor madurez y experiencia les hicieron caer en la realidad de que el proceso de cumplimiento de la voluntad y de los propósitos del Padre había dado comienzo: el plan de redención de la humanidad había entrado en acción.